lunes, 28 de febrero de 2011

De cómo Chicago tuvo que mover y levantar sus edificios del suelo al construir su alcantarillado

Cuando a mediados del siglo XIX la ciudad de Chicago decidió construir su red de saneamiento, sabía que no sería tarea fácil. Las calles de la ciudad apenas se elevaban medio metro sobre el lago Michigan, en el que tendrían que desaguar. Un desnivel demasiado pequeño para que los colectores tuvieran la suficiente pendiente para que el agua corriera por ellos. Fue entonces cuando el ingeniero encargado de la obra propuso una idea valiente: elevar el nivel de las calles y aceras para que estas tuvieran la inclinación necesaria, pero antes había que resolver un problema: ¿qué hacer con los edificios ya construidos?

Levantando Lake Street entre las calles Clark y LaSalle | Chicago Historical Society

Desde su fundación en 1833, la ciudad de Chicago había crecido a un ritmo vertiginoso. En apenas 27 años, había pasado de una población de apenas 200 personas a más de 110.000 en 1860. Sin embargo, este mismo crecimiento hacía cada vez más evidente que la ciudad no había sido construida en el mejor emplazamiento posible.

Chicago se levantaba sobre un terreno pantanoso a orillas del lago Michigan. La escasa diferencia de nivel entre la ciudad y el lago hacía que sus calles tuvieran una inclinación que no era suficiente para que estas desaguaran las aguas residuales y de la lluvia que se acumulaban en ellas. En invierno la situación no era tan grave y las calles de la ciudad podían llegar a congelarse, en verano estaban secas, pero era durante la primavera cuando la lluvia las convertía en un auténtico barrizal en el que los caballos se hundían hasta las rodillas y los carros tenían enormes dificultades para moverse. No es de extrañar que Chicago se ganara la fama de ser la ciudad más sucia de Estados Unidos.

El barro, sin embargo, no era el único problema, la acumulación de agua de la lluvia y de aguas residuales en las calles suponía no sólo una grave incomodidad para los ciudadanos, sino un terrible riesgo para su salud, siendo uno de los motivos que desencadenó la ola de epidemias de fiebre tifoidea y disentería que se alargó seis años hasta culminar con el estallido de cólera de 1854 que causó la muerte del 6% de la población de la ciudad.

En aquella época la creencia más extendida era que la causa del cólera, así como de otras muchas enfermedades, eran los miasmas, una especie de vapores asesinos” y fétidos que transportaban partículas emanadas de suelos y aguas impuros combinadas con otras provenientes de la descomposición de la materia orgánica.

Aunque la teoría era incorrecta, no iba del todo desencaminada. Como se descubriría años más tarde, la verdadera causa del cólera no eran los miasmas, sino la ingestión de agua o alimentos contaminados con la bacteria del cólera. Una bacteria que se disemina con facilidad en áreas con un tratamiento inadecuado de aguas potables y residuales, como era en aquellos tiempos la ciudad de Chicago. Los hechos parecían confirmar la teoría miasmática de la enfermedad, al ser lo habitual que este tipo de enfermedades se cebara con los barrios más sucios y fétidos, y, en parte, ayudó a realizar la beneficiosa asociación entre higiene y salud.

De todas maneras, no todos en Chicago creían que los miasmas fueran la causa de las epidemias, sino que algunos preferían culpar a los inmigrantes irlandeses y noruegos de haber traído consigo las enfermedades a la ciudad.

Edificio del hotel Tremont House (1850-1971) | Wikipedia

Antes de la epidemia de cólera de 1854, se habían probado varias soluciones para luchar contra el problema que suponían las aguas estancadas en las calles. La primera fue proporcionar una cierta inclinación a las calles de manera que desaguaran en el lago, no funcionó. Se probó entonces colocar tablones y canalones de madera a modo de carreteras de tablones, tampoco. Los tablones, a causa de la humedad retenida por el suelo, no tardaban en pudrirse o combarse, y los canalones acababan atascados por la porquería.

Pero después de la epidemia los concejales de la ciudad se convencieron de que la situación era insostenible y que era necesario actuar de manera más contundente. La primera medida fue hacer venir al ingeniero municipal de la ciudad de Boston, Ellis Sylvester Chesbrough, para que diseñara el sistema de alcantarillado que cubriera toda la ciudad.

Como ninguna de las ciudades de Estados Unidos tenía un sistema tan extenso ni completo como el que se pretendía construir en Chicago, Chesbrough tomó como referencia los sistemas varias ciudades europeas a las que viajó, entre las que estaban Londres y París, ciudades que se encontraban perfeccionando su red de saneamiento. Las dos ciudades vertían sus residuos en el mismo río del que bebían, pero para evitar problemas de contaminación, las aguas residuales se vertían después de que el río hubiera atravesado la ciudad.

En el caso de Chicago, la ciudad hacía tiempo que no tomaba su agua del río que lleva su mismo nombre, el Chicago. A medida que las aguas residuales fueron contaminándolo, se pasó a usar la del lago Michigan. Teniendo todo esto en cuenta, Chesbrough realizó cuatro propuestas diferentes a la comisión responsable e de la construcción el alcantarillado de la ciudad.

La primera consistía en conectar el río Chicago con el otro río de la ciudad, el Des Plaines, mediante la excavación de un canal entre ellos, y cambiar la dirección del flujo del Chicago para hacerlo desembocar en Des Plaines. Este otro río no desembocaba en el lago, sino que lo hacía en un afluente del Mississippi. De esta manera, se evitaba que las aguas residuales que el Chicago recogiera a su paso por la ciudad acabaran en el lago del que la ciudad bebía. La segunda, arrojar las aguas residuales al río Chicago y que este las llevara hasta el lago Michigan. Una tercera, bastante similar a la anterior, consistía en arrojarlas directamente al lago. Existía una cuarta, algo más peregrina, que consistía en crear una especie de granjas en las que las aguas residuales se convirtieran en fertilizantes.

Chesbrough descartó la primera, pese a ser la mejor, porque la veía como una posibilidad muy remota y costosa. La de las granjas de fertilizantes, era un tanto incierta por depender su viabilidad económica de la demanda futura de fertilizantes. Además, tampoco quedaban claros los problemas sanitarios y de olores que las granjas podrían producir.

Litografía de otro del levantamiento de la Briggs House | Chicago Tribune

Entre desaguar directamente en el lago Michigan o a través del río Chicago. Chesbrough prefirió la última. Pese a hacer necesario ampliar y hacer más profundo el cauce del río, era menos costosa que la otra, que requería la construcción de más kilómetros de colectores. Sin embargo, Chesbrough era consciente de los problemas sanitarios que podría acarrear arrojar las aguas residuales al mismo lago del que la ciudad sacaba su agua potable. Con ese fin, propuso la construcción de un sistema que permitiera bombear agua del lago al cauce del rio para así diluir su concentración de contaminantes.

La ciudad, finalmente, siguió el consejo del ingeniero de Boston y se decidió por la construcción de un sistema de alcantarillado que desaguara en el río Chicago, aunque se descartó la instalación del sistema de bombeo por considerarlo costoso e innecesario. Aunque antes de comenzar la construcción de las nuevas cloacas, había que elevar el nivel de la calles. Chesbrough afirmaba que con la escasa pendiente que tenían las calles de la ciudad resultaba imposible que los colectores pudieran desaguar hacia el río.

En 1856, después de algunos encendidos debates, el ayuntamiento acabó de aprobando el plan para la construcción del nuevo sistema de alcantarillado y la elevación del nivel de las calles. El ayuntamiento sería el responsable de levantar el nivel de calzadas y aceras, pero era responsabilidad de los propietarios decidir qué hacer con sus edificios. Había varias opciones: levantar los edificios, convertir su antigua primera planta en sótano, una opción, sin duda, más sencilla y barata, o, si ninguna de estas opciones les convencía mover el edificio.

El mismo año de la aprobación ya se llevó a cabo el levantamiento del primer edificio de ladrillo. Todo un reto, pues el edificio tenía 4 plantas y 21 metros de fachada y pesaba unas 750 toneladas. Se necesitaron 200 gatos mecánicos para alzarlo 1.88 metros del suelo. Según destacaba el Chicago Daily Tribune en su edición del 26 de enero, el edificio no sufrió daño alguno durante el levantamiento. La operación tuvo un coste de 2.700 dólares de la época, a los que hubo que sumar los 2.300 de la construcción del nuevo sótano.

Fue todo un éxito para los ingenieros que dirigieron la operación, James Brown y James Hollingsworth, a los que a partir de entonces no les faltarían los encargos, convirtiéndose su empresa en la que más levantamientos llevaría a cabo. Ese mismo año levantaron otro edificio con una fachada de más de 30 metros de largo y en primavera del siguiente otro del doble de longitud.

Gracias a estos logros se fue ganando confianza en el sistema y se comenzaron a afrontar cada vez retos mayores. En una de las calles más emblemáticas de la ciudad, Lake Street, levantaron la mitad de los edificios de de una manzana, todos a la vez. Los edificios eran unos de piedra y otros de ladrillo, y su altura iba de las cuatro a las cinco plantas. En total, casi 4.000 metros cuadrados con casi 100 metros de fachada que pesaban 35.000 toneladas. Durante la operación, la gente siguió acudiendo a hacer sus compras a las tiendas de la manzana como si nada estuviera pasando bajo sus pies.

Fueron necesarios 600 hombres y 6.000 gatos para levantar el conjunto 1.42 metros en el aire. Fue todo un espectáculo que atrajo a miles de curiosos, a los que el último día se les permitió caminar entre los gatos, debajo de los edificios. Después comenzó la construcción de las paredes de la nueva planta baja.

Al año siguiente le tocó el turno al Tremont House, un lujoso hotel de ladrillo construido en sobre un solar de más de 4.000 metros cuadrados. Como ocurrió con las tiendas de Lake Street, no fue necesario interrumpir la vida normal del edificio, que siguió albergando huéspedes mientras era alzado. Esta vez se necesitaron sólo 500 hombres y 5.000 gatos. Así fue como el edificio más alto de Chicago creció 1.8 metros, temporalmente.

Después se levantó el Edificio Robbins, de 46 metros de largo y 24 de ancho, y que al estar construido en hierro y ladrillos muy anchos era mucho más pesado que los anteriores. En total, unas 27.000 toneladas. Pese a la amplia experiencia que ya se tenía en el levantamiento de edificios, esta vez la elevada concentración de peso en un área pequeña supuso un nuevo reto, aunque la operación también se completó sin daño para el edificio.

Aunque la mayoría de los levantamientos se hicieron usando gatos mecánicos, se tiene constancia que al menos en uno de ellos, el de la Casa Franklinusó se usaron gatos hidráulicos. Según parece, el ingeniero que llevó a cabo la operación, John C. Lane, había usado anteriormente este método con varios edificios de San Francisco.

Anuncio de John C. Lane en el que explica la superioridad de su método hidráulico | The Press and Tribune

Pero en el centro de la ciudad, no todos eran lujosos edificios de ladrillo o hierro, sino que también había otros mucho más modestos que fueron construidos a la carrera durante la época de crecimiento vertiginoso de la ciudad. Estos edificios ahora parecían poco adecuados para el centro de una ciudad rica como era la Chicago de la época. Así que muchos de sus propietarios prefirieron reemplazarlos por otros nuevos de ladrillo. En algunos casos los edificios eran derribados, pero en otros muchos se optaba por otra maniobra aún, si cabe, más espectacular que la de los levantamientos.

Los edificios eran colocados sobre rodillos y trasladados hasta un nuevo emplazamiento, normalmente a las afueras de la ciudad. El traslado de edificios llegó a convertirse en algo tan rutinario que ya nadie se sorprendía al ver edificios siendo movidos de un lado para otro de la ciudad. En un principio las distancias eran más cortas, pero con el tiempo se atrevieron con distancias mucho mayores y se movieron también edificios de ladrillo.

Mientras los propietarios se ocupaban de sus edificios, el ayuntamiento comenzó la construcción del sistema de alcantarillado. Primero, se construían las nuevas cloacas sobre nivel del suelo original para luego colocar y conectar las acometidas de los edificios. Los colectores, que se situaban próximas al centro de la calle, podían ser de un de un diámetro que iba de 1 a 2 metros y estaban construidos en ladrillo. Una vez se realizaban todas las conexiones, se tapaban con tierra que se compactaba hasta llegar al nuevo nivel.

El nuevo sistema servía para recoger las aguas residuales de las casas, pero también estaba pensado para recoger el agua de la lluvia. Para ello, las calzadas de las calles tenían pendiente hacía sus laterales, de manera que el agua se dirigiera hacía los desaguaderos que se situaban en los bordes de la calzada. Las nuevas calles, construidas de esta manera, eran más secas que las anteriores y podían ser adoquinadas.

Mapa del alcantarillado de Chicago en 1857 | Chicago Historical Society

Durante casi veinte años, se levantaron unos cinco kilómetros cuadrados de ciudad, pero, finalmente, Chicago tenía un sistema de alcantarillado a su altura y las aguas estancadas y el barro desaparecieron de sus calles. Sin embargo, al cabo de un tiempo, los peores temores de Chesbrough se confirmaron. El río Chicago acabó contaminado y la suciedad que arrastraba acabó afectando la calidad del agua del lago Michigan.

La prolongación, más de 200 metros hacia el interior del lago, de la tubería de madera a través de la cual la ciudad captaba el agua no fue suficiente, y en los días de fuertes lluvias en que los colectores bajaban con más agua y más fuerza, los residuos llegaban hasta el interior del lago. Y, todo esto, a pesar de que la tubería estaba situada a casi 2.5km de la desembocadura del río Chicago.

En 1865, Chesbrough alejaría aún más el punto de captación del agua, con la construcción de un túnel subterráneo de más de tres kilómetros de longitud, el más largo construido hasta la época. La obra mejoró la situación, pero el problema no se acabaría de solucionar hasta la conexión de los ríos Des Plaines y Chicago y la modificación de la dirección de flujo de las aguas de este último, tal y como había previsto el ingeniero de Boston.

PS: La mayor parte de los edificios que se levantaron fueron destruidos unos años después durante el Gran Incendio de Chicago de 1871, que destruyó un tercio de la ciudad, incluyendo el distrito financiero situado en el centro de la ciudad.

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- El pozo más profundo de la Tierra

+info:
- Raising of Chicago and History of Chicago in en.wikipedia.org
- The Lifting of Chicago by Jonathan Riley
- Fragmentos de periódicos de la época
- Chicago’s War With Water in AmericanHeritage.com
- Water by Louis P. Cain for Encyclopedia of Chicago
- Raising the Chicago streets out of the mud by David Young for Chicago Tribune
- Sickness and health in America by Judith Walzer Leavitt in GoogleBooks
- Victory Against Nature: Chicago, Sewerage, and the Artificial River (PDF) by Stephen R. Jones
- City Streets: How Chicago Raised Itself Out of the Mud and Astonished the World by Alice Maggio in Gapers Block
- Raising Chicago: An Illustrated History in ChicagoMAG.com

lunes, 7 de febrero de 2011

Joseph Hatch, el hombre que “coció” dos millones de pingüinos para convertirlos en aceite

Cuando Hatch llegó a la isla de Macquarie, otros ya se habían encargado de acabar con los leones y con los elefantes marinos. Los primeros murieron pos sus pieles y los segundos por su grasa, con la que se producía aceite. Hatch, entonces, puso la vista en los pingüinos que abundaban en la isla y que, hasta aquel entonces, habían permanecido ajenos a las matanzas. Había unos tres millones.

 
Los pingüinos pasean felices entre lo que queda de los digestores | Heritage Expeditions

La Enciclopedia de Nueva Zelanda define a Hatch como una persona con una desmedida fe en sí mismo, totalmente reacio a consultar la opinión de los demás y que ponía todas sus energías, que eran muchas, en todo aquello que hacía. Hatch había nacido en Londres en 1837, aunque con sólo 19 años emigró a Australia, llegando a Melbourne en marzo de 1857. Allí encontró trabajo para un mayorista farmacéutico que unos años más tarde lo envió a Nueva Zelanda con el objetivo de abrir una subsidiaria en aquella colonia.

En Nueva Zelanda, se instaló en la ciudad de Invercargill donde se convierte en un miembro muy activo de la comunidad, participando en 1863 en la fundación de su cámara de comercio y de la brigada local de bomberos, en la que servirá como voluntario. Unos años más tarde, será elegido alcalde de la ciudad, cargo que ocuparía hasta 1878.

En Invercargill y a pesar de todas estas ocupaciones públicas, Hatch aún tenía tiempo para sus muchos negocios privados. Aparte de dos farmacias, funda varias empresas, entre ellas un negocio de exportación de pieles de conejo, un molino de huesos y despojos de la industria cárnica y, también, fabrica y vende glicerina y jabón, y tarda en entrar en el rentable negocio de la caza de focas equipando varios barcos para su caza. Sin embargo, sus planes de expandir su actividad a las islas del Sur se ven frustrados en 1873, cuando la administración neozelandesa impuso una moratoria para evitar la extinción de los leones y elefantes marinos la zona.

Ilustración de cómo era la isla en 1820 | Australian Antarctic Expedition

Hatch tarda unos años, pero en 1887, coincidiendo con una recuperación de la industria neozelandesa dedicada a la caza de focas, vuelve al negocio y anuncia que enviará uno de sus barcos, el Awarua, al Estrecho de Bass, el estrecho de separa Australia de la isla de Tasmania, donde no existían restricciones sobre la caza de focas ni de leones marinos.

Ya antes de su partida, muchos sospecharon que el verdadero destino del Awarua estaba más al sur, donde las restricciones para la caza continuaban en pie. No andaban errados y el Awarua después de una primera parada en la Isla de Stewart, se dirigió a las islas Auckland, donde los náufragos del Derry Castle arruinaron su plan. El Awarua los rescata y a su regreso a Melbourne, Hatch se ve obligado a explicar que hacía su barco en las islas Auckland, muy al sur del Estrecho de Bass, y con la bodega llena de pieles.

En aquel entonces Hatch era el representante de Invercargill en el Parlamento de Nueva Zelanda. Desafortunadamente para él, el escándalo acabó llegando a oídos de sus electores poco antes de las elecciones. Como había hecho otras veces, cuando las leyes se interponían entre él y lo que el consideraba un buen negocio, organizó un acto público con el que ganarse a la opinión pública gracias a su habilidad con la oratoria. Sin embargo, esta vez esta estrategia le sirvió de poco y no pudo evitar que perdiera las elecciones.

Arruinada su carrera política, Hatch se centró en el negocio de las focas y es entonces cuando pone sus ojos en la isla de Macquarie. Una isla situada a medio camino entre Australia y la Antártida que había sido descubierta por casualidad en 1810, por Frederick Hasselborough, un cazador de focas australiano mientras buscaba nuevos lugares donde cazar. En aquel entonces Australia, como país, aún no existía y Hasselborough reclamó el territorio para Gran Bretaña.

Joseph Hatch en torno a 1884 | The Encyclopedia of New Zealand

La isla no tenía árboles y tenía una apariencia desolada. Otro de sus primeros visitantes, el Capitán Douglass del Mariner, en 1822 la describiría como “el lugar de exilio más miserable que pueda imaginarse, nada puede garantizar a una criatura civilizada vivir en un territorio así”. Además, no contaba con ningún puerto natural que permitiera a los barcos fondear protegidos de las tormentas que muy a menudo se levantaban en la isla de forma repentina. El mejor sitio para desembarcar, si los vientos soplaban en la dirección adecuada, era alguna de sus bahías, aunque el acercamiento de los barcos para las tareas de carga y descarga solían ser complicadas.

Hasselborough y sus hombres pasaron allí nueve meses cazando osos marinos para hacerse con sus pieles antes de regresar a Sídney a por provisiones. Pese a que su intención inicial era la de mantener la posición de la isla en secreto y, de esa manera, asegurarse aquella “mina de oro” sólo para él, alguno de sus hombres o quizás él mismo un día de borrachera, acabó yéndose de la lengua y a finales de ese año ya había otras tres cuadrillas de cazadores trabajando en la isla. El final de este paraíso de focas y pingüinos no había hecho más que empezar.

Los primeros en caer fueron los leones marinos. Sólo en primer año y medio, se mataron unos 120.000 de estos animales. Y en cinco años, su población había disminuido de tal manera que durante la temporada de caza de ese año los cazadores de la isla apenas consiguieron hacerse con unas 6.000 pieles. Lejos quedaban los comienzos, cuando un barco podía regresar cargado con más de 10.000 pieles y unas 60 toneladas de aceite.

Probablemente, esta escasez de leones marinos hizo que ya en 1813 una de las cuadrillas pasara a dedicarse exclusivamente en la caza de los elefantes marinos para la producción de aceite a partir de su grasa.

Elefantes marinos de la isla | Wikipedia

El del aceite no era un negocio tan rentable como el de las pieles, que eran muy apreciadas y demandadas por la industria peletera europea, pero, aún así, su demanda también era grande. El aceite de leones y osos marinos junto con el de las ballenas, era utilizado como lubricante para máquinas y combustible para lámparas. Otra ventaja de las pieles era que no requerían un gran procesado y que, una vez obtenidas, eran una carga poco pesada fácil de transportar. Por el contrario, el aceite era una carga mucho más voluminosa y requería de unas instalaciones mínimas para su procesado en la isla antes de su transporte. Una vez se había dado muerte a los elefantes, había que transportar su grasa, que en un ejemplar adulto podía llegar a pesar más de 650 kilogramos, hasta los “try pots”, unos calderos en los que se dejaba cocer hasta obtener el aceite que, después, se almacenaba en barriles para su posterior transporte.

Pero este negocio tampoco podía durar. En 17 años, se mataron el 70% de los aproximadamente 100.000 elefantes marinos que había originalmente en la isla. Llegado a este punto la explotación se convirtió en económicamente inviable y la isla quedó tranquila. Durante el período que va desde el 1830 hasta el 1874, únicamente recalaron en ella 3 barcos, pero a mediados de la década de los 70, el interés por el aceite de elefantes marinos se reavivó en Nueva Zelanda y varias empresas enviaron a sus hombres a la isla.

Hatch fue de los últimos en llegar y, al comienzo, como el resto de cuadrillas, Hatch decidió seguir el método tradicional para obtener aceite usando “try pots”, pero, en seguida, vio claro que era posible mejorar el rendimiento de su explotación incorporando un invento no muy reciente, pero que había sido mejorado recientemente en Noruega donde su flota ballenera justo había comenzado a usarlo: el digestor a vapor.

Despojando a un elefante marino muerto de su grasa | Australian Antarctic Division

Desembarcando un digestor en la isla

El digestor a vapor era un aparato que permitía extraer el aceite no sólo de la grasa de los elefantes marinos, sino que permitía aprovechar con el mismo fin la grasa, la carne y los huesos de animales mucho más pequeños. Y es aquí donde Hatch reparó en la oportunidad de negocio que le podrían suponer los pingüinos de la isla, que, al contrario que los elefantes marinos, todavía abundaban en la isla, y eran más fáciles de cazar. Después de realizar una serie de experimentos con ellos, se convenció que los digestores funcionarían bien con los pingüinos y, aunque le llevó un tiempo perfeccionar el proceso, así fue. El negocio podía ser redondo. Había unos tres millones, y cada uno de ellos, una vez procesado, producía medio litro de aceite de un aceite que era utilizado en la fabricación de cuerdas, donde competía con el de ballena o elefante marino.

Decidido, como siempre, puso un anuncio en un periódico local buscando un herrero que le construyera un digestor a vapor. Una vez construido este primer digestor, ese mismo año, lo envió a la isla de Macquarie con el carbón y madera suficiente para hacerlo funcionar. Con el tiempo, Hatch llegaría a contar con hasta cinco de estas “plantas de producción distribuidas por la isla.

En la isla de Macquarie los escándalos no abandonaron a Hatch. A comienzos de 1890, el Awarua desembarcó una de sus cuadrillas de cazadores en la isla. Aunque, al parecer, no había concretado con ellos cuando serían relevados o recibirían provisiones, lo normal es que esto sucediera en un plazo no superior a 4 meses. Sin embargo, cuando pasaron los 4 meses de rigor, Hatch andaba ocupado intentando vender el Awarua para comprar un barco más grande por lo que fue retrasando la operación de relevo.

Cuando finalmente consiguió hacerse con el Gratitude, Hatch encontró otro motivo para retrasar el viaje. Esta vez, para recuperar parte del dinero invertido en la compra el Gratitude realizó con él varios viajes comerciales. Después, la razón fueron los daños sufridos a causa de una tormenta. Mientras, los meses pasaban y, después de un año de su partida, los familiares y la opinión pública comenzaron a impacientarse y a presionar al gobierno de Nueva Zelanda para que enviara un barco a recogerlos. Para entonces, ya hacía tiempo que en la isla se habían acabado las provisiones, incluso los barriles para el aceite estaban todos llenos, y la única ocupación de aquellos hombres era la de su propia supervivencia.

Hatch, sin embargo, no veía problema alguno en que sus hombres vivieran de lo que pudieran conseguir por su cuenta en la isla, e insistió en que el barco de rescate llevara una carta de su puño y letra para convencer a los hombres de que esperaran la llegada del Gratitude. De esta manera, él se aseguraba que su aceite no se perdiera y, a cambio, sus hombres podrían obtener la paga que les correspondía. Finalmente, el gobierno neozelandés accedió y el Kakanui zarpó con la carta de Hatch a bordo, aunque no permitió a que llevará provisiones o trajera de vuelta aceite o pieles.

Digestor a pleno rendimiento en 1895 | Tasmanian Museum and Art Gallery


Cuando en enero de 1891, el Kakanui llegó a isla de Macquarie. La carta de Hatch sólo consiguió convencer al capataz y a su mujer, el resto, que se sentían abandonados por su jefe, decidieron abandonar la isla y los bidones de aceite. Fue la última vez que alguien los vio con vida. Al parecer, mientras el Kakanui marchaba de Macquarie, estaba formándose una fuerte tormenta, con la que se topó durante su trayecto de vuelta. Pese a la búsqueda posterior que se llevó a cabo por las islas de la zona, no se encontró ni rastro del barco ni de sus 19 ocupantes, incluidos los hombres de Hatch.

Hatch había acertado al quedarse en Invercargill. Su intuición le salvó la vida. A pesar de que su plan inicial era acompañar al barco para poder convencer a sus hombres de que no abandonaran la isla, al ver que el barco elegido era el Kakanui, cambió de opinión. Hatch, y no fue el único, consideraba que era un barco adecuado para mares tranquilos, pero no apto para las turbulentas aguas del Sur.

Después del naufragio, Hatch fue objeto de una investigación de la que salió libre de culpa, pero no así ante la opinión pública. En cualquier caso, no sería la última vez que una de sus cuadrillas tendría que ser rescatada por barcos enviados por el gobierno.

Unos años más tarde, en 1902, Hatch consiguió que el Gobierno de Tasmania le concediera los derechos de explotación en exclusiva de los pingüinos de la isla. Mientras, sus digestores continuaron trabajando sin descanso cada año desde mediados de agosto a mediados de febrero sin muchos cambios cociendo” unos 200.000 pingüinos al año.

Pingüinos reales | Wikipedia
 
Pingüinos rey, fueron las dos especies que Hatch utilizó en sus digestores | Wikipedia

En 1915, el explorador antártico Douglas Mawson visitó la isla. Fue el principio del fin para el negocio de Hatch. Aunque ya la había visitado en otra ocasión cuatro años antes, esta vez, a su regreso a Australia, comenzó a hacer campaña en favor de que la isla fuera declarada una reserva natural, haciendo especial hincapié en las matanzas de pingüinos por parte de los hombres de Hatch. Se inició, de esta manera, la que quizás se trate de la primera campaña internacional por la preservación de la vida salvaje. Entra las diversas personalidades que se sumaron a ella, figuraba H. G. Wells.

Fueron varios los periódicos británicos y australianos que aseguraban que los hombres de Hatchcocían” los pingüinos vivos. Hatch se defendía diciendo que el número de pingüinos que sus hombres mataban era mínimo comparado con la gran cantidad de ellos que había en la isla. Además negaba que fuera cierto que los pingüinos fueran “digeridos” vivos.

El testimonio de Leslie Blake, un científico que visitó la isla y pudo ver como trabajaban los hombres de Hatch, corrobora esta versión. Según este científico, los hombres de Hatch, primero, conducían unos cuantos miles pingüinos a un vallado. Después, cerraban las puertas y un par de hombres se encargaba de golpear en la cabeza a los que tenían más de un año, que eran los únicos que estaban suficientemente “gordos”. Una vez acabada la faena, se abrían las puertas y se dejaba marchar a los “delgaduchos”. El cuerpo de los que habían caído se sometería a una presión de 30 libras durante 12 horas en los digestores a vapor que podían “digerir” hasta 2.000 pingüinos a la vez.

El testimonio de Blake y la presión de alguno de sus partidarios, entre los que se encontraba algún colega político, no fue suficiente para evitar que en 1920 el gobierno de Tasmania no le renovara la licencia. A los pocos meses, Hatch liquidó su compañía. Según algunos, de no haber sido la publicidad negativa la que acabó con su negocio, lo hubiera sido la difícil situación económica por la que pasaba. Pese a las 75 visitas que sus barcos realizaron a la isla entre 1890 y 1919, las numerosas vicisitudes y los tres barcos que había perdido en ella la habían dejado en una situación económica muy delicada.

En cualquier caso, Hatch no se resignó y se embarcó en un tour que lo llevó por una buena parte de los teatros de Nueva Zelanda y Australia para defender la necesidad de la industria del aceite de pingüino, limpiar su nombre e intentar que su licencia le fuera devuelta, cosa que jamás conseguiría.

PS: La idea de utilizar el digestor a vapor para la extracción de aceite de la grasa de pingüinos o focas al parecer no fue imitada por nadie más, así que Hatch fue el primero y el único en usarlos para este fin.

Enlace permanente a Joseph Hatch, el hombre que “coció” dos millones de pingüinos para convertirlos en aceite

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+info:
- Sealing at the Macquarie Island by Tasmania Parks & Wildlife Service
- Sinking a Small Fortune: Joseph Hatch and the Oiling Industry (PDF) by Tasmania Parks & Wildlife Service
- “Joseph Hatch – Biography” by Alan De La Mare in Te ara - the Encyclopedia of New Zealand
- Macquarie Island – Seeing things differently, Australian Government – Department of Sustainability
- The harvesting of penguins in Australian Broadcasting Corporation
- Macquarie Island in Heritage Expeditions
- “The Jonah on Board” – Kakanui (PDF) by Tasmania Parks & Wildlife Service
- Hatch or the Plight of the penguins (PDF)